Nubes
grisáceas aromáticas se levantan de los viejos y oxidados incensarios del
cucurucho, otrora niño, ahora joven, adulto, quizás anciano. Perfumado corozo, paisajes terrestres
multicolor, flores, algodones de azúcar, chupetes y en la distancia aquel
rostro amigo, casi familiar, el del compañero de filas, el devoto confeso, el
de la túnica morada, como la tuya y el que atesora una cartulina al lado
izquierdo de su pecho, justo por encima de su corazón.
Un apretón de
manos, es sucedido por un abrazo fuerte como aquellos navideños de la doce con tantos minutos. Un
saludo fraternal y una precipitada tertulia cuaresmal. De pronto la inútil pero
obligada pregunta ¿ya cargaste? ¿qué turno te dieron?
Cada año es
la misma estampa, el morado encuentro del primer Jueves, la esperada marcha, el
ansiado turno, la mejilla eriza que acaricia sutilmente el bolillo, la mano que
abraza la orquilla, el sonido del xijolaj, el marcapasos y de nuevo la señora,
el anciano, el adolescente y el adulto que se seca las lagrimas, que se
santigua y eleva una amorosa plegaria.
Ahí en esa
morada fila, conviven, confluyen, se
pierden, se confunden las clases sociales, no hay grandes ni bajos salarios,
solo cuadras pequeñas y largas, no hay nuevos ni viejos carros, solo sublimes marchas y el amoroso peso de las andas.
Ahí va
aquel amigo distante, el que no veías hace mucho tiempo, pero que a su vez pareciera
que acabas de despedir con aquella túnica negra, con los zapatos percudidos
llenos de pequeños granitos coloridos de aserrín.
Esa es la
Cuaresma del cucurucho… así es cada
domingo, después, en la Semana Santa, será cada día, y el apretón sucedido de aquel morado abrazo
será por más de cuarenta días el mismo... el del morado encuentro.
(Texto JMCZ)
(Texto JMCZ)