Cuando tenía cinco años cargué por primera vez. Tiempo atrás
había acudido de la mano de mi padre a las diferentes procesiones de pasión que cada año bendicen las calles de la ciudad de Guatemala.
La emoción, el nerviosismo eran indescriptibles, era mi
primera vez en aquella práctica
heredada, esa misma que se sería parte de mi vida en las semanas santas
subsiguientes.
Mi madre, que en paz
descanse, veía a sus hijos cucuruchos con ojos de orgullo y morado
enamoramiento. Fue en la procesión de Jesús de la Demanda, del templo de la Merced en la que tuve mi primera e inolvidable
experiencia. Veinticinco años me separan de aquel momento, de aquel turno cinco, fila
izquierda, de aquel agotamiento, de ese pequeño instante de inocencia y oración
que me marcaría para toda mi vida.
Hoy soy un cucurucho adulto bendecido al que Dios le ha dado un maravilloso regalo de Cuaresma. Ese obsequio divino se llama Isabela y con tan solo un mes de existencia ha puesto mi vida de cabeza y me ha logrado enamorar con cada balbuceo, con cada llanto, con cada desvelada. Amo a mi hija, más que a mi propia humanidad y espero tener la bendición de llevarla de la mano a su primera procesión. Mi etapa de cucurucho es una muy sublime, es la de formador de las nuevas generaciones que le continuarán dando vida a la Semana Santa más hermosa del mundo.
Pie de foto: Un niño cucurucho que es llevado por su padre a un cortejo procesional.