Con la llegada de marzo, a veces
febrero, llega el periodo litúrgico tan esperado por el cucurucho. Ceniza escurridiza invade las frentes moradas
de aquellos penitentes que, anhelan envestirse con esa desteñida y ahumada
túnica telar purpura como las
buganvilias, que florecen en los balcones de las casas antigüeñas.
Al fin llegó el momento, piensa
para sí, mientras se enviste y acude, como cada año, a hacerle encuentro al
paso del nazareno. Lo espera con ansias y entre una multitud lo ve por primera
vez desde aquella semi destruida acera. Le observa con embeleso, se distrae con
su cadencioso e imponente paso, al tiempo que deja escapar un suspiro.
El olor al perfumado incienso se
entremezcla con el aroma a pino, corozo y aserrín que en festín multicolor se preparan
para recibir, una vez más, el sacro cortejo.
Al fondo escucha una trompeta solitaria que introduce
la melodía sacra y fúnebre, de esas que erizan la piel y que enamora el oído del cucurucho que con el alma arrodillada da gracias por un año
más.
Suena el timbre… el corazón de
aquel devoto, ansioso y consternado late con celeridad, se aproxima al anda y
con ojos vidriosos observa de frente a la
imagen de un Cristo lleno amor y
humanidad. Coloca su hombro en la
almohadilla y con ternura acaricia el bolillo, mientras que su guante blanco, como alba primaveral, sostiene la horquilla recién entregada por otro como él.
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